Estamos en, casi, ninguna parte... (A. Dolina)











miércoles, 19 de marzo de 2008

La triste figura


Caballero Diego:

No se vaya sin decir en qué momento la imagen fue espejo.

No se vaya sin revelar el punto exacto en el que la realidad hizo esquina con la ficción.

No se vaya, Caballero Diego.

No ahora.

domingo, 2 de marzo de 2008

¿Y el eclipse?



Y... no.
No se pudo.
Estuvo nublado, así que me sentaré aquí, a esperar un par de años.
Mientras tanto -cámara en mano- les leo esto, que no será documento que acredite la ocurrencia del último suceso celeste, pero no deja de ser interesante.

El eclipse

Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido, aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica, se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como un lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.


Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis- les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después, el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de la voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.


Augusto Monterroso
Obras completas (y otros cuentos). Barcelona, Anagrama, 1990.