Ahora, cuando no puedo quitarme este sabor metálico de la boca, constato la solidez de la distancia que se proyecta en arco tenso desde el aquel instante voraz.
Turbia naranja de bordes ácidos.
Naranja sin gajos.
Miro hacia atrás, a pesar de las advertencias.
No se llame pereza el detenerme a observar la superficie del recuerdo para ver cómo, mansamente, se demora el tiempo sobre mis párpados vacíos; ni el que los minutos persistan abrojados en el trasfondo rugoso de la memoria, hincados sus dientes en un párrafo inútil destinado al olvido.
Era un asunto necesario -me digo, incrédula- como la sucesión de los días negros y las noches amarillas.
Fue así, con la constancia interrumpida de lo inevitable, que empecé a anotar en esta libreta de locos, entre palabras imposibles, cuántos días van quedando en el tintero (porque lo no dicho evoca, de alguna manera, la rueca despiadada de lo que aún no ha sido).
Llevo escrito en el cielo del paladar aquello que sabe a silencio; a sonrisa fugaz y mirada que viene hacia mí cabalgando con la velocidad certera del rayo. Mirada que despierta un pasado dormido, que arroja bandadas caprichosas hacia las fauces mudas del horizonte. Mirada que juega inocente y sube y baja y ríe en breves tajadas.
Ríe... sonoramente dulce y vuela lejos de mí.
Lejos.
Intento -inútilmente- asfixiarla con el dorso de la lengua.
Derrama su contenido tibio.
Mirada roja como el metálico y mentiroso sol de otoño, que enciende fríos y ajusta cuentas con la cuerda memorial de la distancia.
Naranja rota, sin gajos.